El día que la democracia fue puesta a prueba

R360

En la Argentina de los años ochenta, la joven democracia se encontraba todavía en estado de convalecencia. Apenas cuatro años antes, Raúl Alfonsín había asumido la presidencia con una promesa contundente: juicio y castigo a los responsables de los crímenes de la dictadura. Esa promesa se convirtió en símbolo de una nueva era, pero también en una fuente de tensiones latentes.

La Semana Santa de 1987 fue el punto de ebullición. Un grupo de oficiales del Ejército —los llamados carapintadas, liderados por el entonces teniente coronel Aldo Rico— se sublevó en Campo de Mayo. Su reclamo: el cese de los juicios a los militares por violaciones a los derechos humanos durante la última dictadura. No se trataba de un golpe clásico, pero sí de una clara amenaza a la autoridad civil y a la continuidad del proceso democrático.

Durante días, la incertidumbre se apoderó del país. Alfonsín decidió encabezar las negociaciones personalmente. Mientras tanto, miles de ciudadanos salieron a la calle para manifestarse a favor del orden democrático, especialmente frente al Congreso y la Casa Rosada. Fue un momento de tensión sin precedentes desde el retorno democrático.

Finalmente, el 19 de abril de 1987, Alfonsín apareció en el balcón de la Casa Rosada ante una multitud expectante. Su frase, breve y contundente, quedó grabada en la memoria colectiva: “La casa está en orden, y no hay sangre en la Argentina”. La sublevación se había desactivado sin derramamiento de sangre.

Sin embargo, la frase —que en principio buscó transmitir tranquilidad— generó interpretaciones encontradas. Para algunos, fue la expresión de un liderazgo que logró evitar una tragedia nacional. Para otros, marcó el inicio de una serie de concesiones al poder militar que culminarían con las leyes de Obediencia Debida y Punto Final.

A la distancia, ese momento representa el delicado equilibrio de fuerzas con el que debió convivir la democracia argentina en sus primeros años. Alfonsín salió fortalecido en lo inmediato, pero quedó herido políticamente. La legitimidad democrática se impuso, pero a un alto costo simbólico.

«La casa está en orden» fue más que una frase: fue el intento de cerrar una herida con palabras, mientras en los pasillos del poder se tejían pactos incómodos. Fue el síntoma de una democracia que, aún de pie, seguía aprendiendo a caminar.

A 38 años de aquél discurso, te invitamos a escuchar un fragmento

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